June 10, 2022

Un amor incomprensible

Petra y la Iglesia

Daniel Bosqued

Hace algunos años tuve la oportunidad de trabajar en la Residencia de Ancianos Maranatha, que la iglesia adventista tiene en España. 

Las Residencias son lugares muy especiales. La gente viene a su último destino. La última estación. Los que aún tienen salud y cierta independencia saben que van a vivir allí hasta que exhalen su último aliento. 

Recuerdo a un matrimonio muy especial: Petra y José. Petra, a causa de una enfermedad degenerativa, había perdido toda movilidad e incluso la capacidad de hablar. Su vida transcurría en un mar de sensaciones que todos los que la rodeaban trataban de hacer agradable. Recibía comida, cuidados y atención de todos. Especialmente, de José.

Él la cuidaba con ternura y paciencia. Le daba de comer. La acercaba con la silla de ruedas a la ventana para que tomara algo de sol. Se preocupaba de que tuviese todo lo necesario para estar bien. Todo eso, sin que ella le pudiera transmitir la mínima expresión de agradecimiento…

Cuántas aventuras habían vivido juntos. Cuántos viajes, sueños, desafíos y dificultades habían superado. Cuántos veranos en la playa e inviernos junto al brasero. Cuántas noches en vela preocupados por sus hijos. Cuántas ilusiones, que ahora solo formaban parte del recuerdo. 

Él sabía que nunca más podría tener una conversación con el ser a quien más amaba. Pero eso no cambiaba nada. Era su amada esposa y siempre lo sería. 

Es curioso porque la devoción de José hacia Petra inspiraba a todos los miembros del personal a tratarla mejor. Ese amor incondicional era −para algunos− incomprensible.

El de José y Petra no es un caso aislado. El Alzheimer se ha convertido en protagonista de historias parecidas donde uno de los esposos ama y cuida al otro aunque su compañero de vida ya no sepa quién es… 

Es un tipo de amor que las personas que establecen relaciones basadas en la belleza, la gratificación, la eficiencia, el glamur, el interés personal o los grandes momentos estelares nunca podrán comprender. Porque se basa en la incondicionalidad fraguada día a día, e inspirada por valores trascendentes. 

Estos días en la Asociación General me han recordado esta historia. 

Lo vivido aquí está generando un buen número de emociones y sensaciones contrapuestas sobre aquello de lo que siempre hablamos, aquello que nos convoca, nos preocupa, nos incluye y nos trasciende: la Iglesia

Dependiendo de a quién se pregunte, se aprecian rostros radiantes por la marcha de los acontecimientos, celebraciones, alegría, y satisfacción por la forma en la que “el Señor está dirigiendo todo”. Por otro lado, también se expresan agudas sensaciones agridulces, mezcladas con la sensación de no entender por qué el Señor “no dirige las cosas de otra forma”. 

Hoy un pastor de experiencia contaba su sensación personal de desafecto con la Iglesia. Desafecto que, según algunas estadísticas, está creciendo entre algunas latitudes y generaciones. En ocasiones es referido como si la Iglesia avanzara en dirección contraria, tratando de alcanzar un mundo que ya no existe.

Sin embargo, y con la misma fuerza, está la ilusión de muchos creyentes sinceros que perciben y agradecen la presencia de Dios refrendada por milagros, proyectos inspiradores y conversiones que no se explicarían si Dios no estuviese guiando los pasos de esta misma Iglesia. 

¿Cómo abordar de forma sana esta paradoja? 

Quizá la respuesta la tengan José y Petra. 

La metáfora que la Biblia usa para hablar del pueblo de Dios es “la novia/esposa” de Jesús. A pesar de que el pueblo de Dios lo rechazó, malinterpretó, traicionó, defraudó y lo terminó matando, el encuentro de un esposo con su esposa en una boda fue la mejor ilustración que se le ocurrió a Dios para tratar de transmitir lo que siempre ha sentido por nosotros.  

Jesús “amó a la iglesia y entregó su vida por ella” (Efesios 5:25). Y con eso, la Biblia no se refiere a los edificios, cargos, manuales, procedimientos, congresos y comisiones. 

La iglesia no es un concepto abstracto que nos pueda decepcionar o ilusionar. La iglesia no son sus dirigentes. No son decisiones. No son proyectos. No son nuestros errores ni nuestros prejuicios. Ni siquiera nuestros problemas fabricados que nadie más en el mundo tiene. 

Ellen White nos recuerda que la Iglesia “aunque débil y defectuosa, constituye el único objeto en la tierra al cual Cristo otorga su consideración suprema. El la observa constantemente lleno de solicitud por ella, y la fortalece mediante su Espíritu Santo.” (Ellen G. White, Mensajes Selectos, tomo 2, 457).

Y es que Dios no nos ama “en general”, “a granel” o “como una categoría teológica”. Dios ama a personas e historias únicas e irrepetibles, con un valor infinito. Y así, la Iglesia se convierte en un proyecto divino para que tú y yo aprendamos, mientras cumplimos la mayor misión de la historia, a amarnos también de forma incondicional.  

Sí. Incondicional.

Pero entonces, ¿implica esto que tenemos que estar de acuerdo en todo? ¿Que todo lo que hace la iglesia está bien? ¿Que hemos de renunciar al cambio? ¿Que no existe posibilidad de mejorar? No. Ni mucho menos.

Es posible −y necesario− mejorar la Iglesia. Empezando por nosotros mismos. Porque al final, se trata de amar. Y quien ama de verdad, busca siempre lo mejor para el otro. 

Pero no olvidemos que Dios eligió amar a la Iglesia a pesar de todo lo que la iglesia era

Y sí, quizá a veces la Iglesia no me responda. O no me hable. O directamente no se mueva con la rapidez que me gustaría. No importa. Imagino a José en los últimos momentos de su esposa. Simplemente mirándola con ternura mientras ella trataba de agradecer con sus ojos y a José diciéndole: 

- No te preocupes. No digas nada. No hace falta. Te amo. Simplemente te amo.

Qué bonito es pensar que, hagamos lo que hagamos, y ocurra lo que ocurra, siempre habrá alguien que nos ame así. 

Menos mal. Al fin y al cabo, todos somos Petra 😉

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