Es uno de esos momentos únicos durante un congreso. Banderas de casi cada país del planeta que flamean, al paso de los representantes de esas naciones; la mayoría vestidos con ropas típicas del lugar. Había visto ya a muchos de esos delegados durante este congreso, pero ahora que mostraban orgullosos sus vestimentas y banderas, llegué a emocionarme. Sí, aunque esta vez hubo menos representantes por país y menos público, no por eso dejó de ser impactante y emocionante.
Las emociones no solo surgían por el color, la diversidad y el orgullo con el que cada uno representaba a su país. En realidad, estaba motivado, mayormente, porque me puse a pensar en la manera en que el adventismo pudo entrar en cada país y desarrollarse. Y es que, excepto por Norteamérica, en el resto de los países la presencia adventista fue posible gracias a esos abnegados pioneros que se sintieron llamados a ser misioneros y llevar el mensaje adventista a esos rincones alejados del planeta. Y digo abnegados porque ser misionero siempre implica salir de la zona de confort. No estoy hablando solo de sacrificios económicos, sino mayormente de lo que implica dejar una cultura propia para vivir entre costumbres distintas, lo que siempre implica un desarraigo y un shock cultural, al menos de entrada.
Conozco bien la historia de cómo sucedió en mis tierras. Decenas de misioneros que dejaron la vida (en algunos casos literalmente) para que nuestros habitantes (muchos de ellos también inmigrantes) pudieran conocer el evangelio. A pie, a lomo de caballo o de mula, en barco o en tren, recorrieron miles y miles de kilómetros para que el evangelio no solo llegara a las grandes ciudades conocidas entonces, sino a cada lugar donde hubiera personas sedientas de conocer a Jesús y de recibir el mensaje de esperanza de su segundo regreso. Frank Westphal, por ejemplo, el primer pastor enviado a Sudamérica, tuvo que pasar sus primeras noches durmiendo entre gallinas y pulgas, hasta que pudo entrar en contacto con los que llegarían a ser los primeros adventistas del lugar. O esos abnegados colportores que trajeron en sus maletas nada más que una muda de ropa, porque el resto del espacio lo ocupaban los libros con el precioso mensaje que anhelaban dejar en cada hogar. En la mayoría de los países de Sudamérica, el mensaje ingresó por estos colportores de sustento propio, cuya única paga era ver la conversión de las personas, y cuyo único sustento era el dinero que podían darle los locales por los libros que distribuían.
También me emocioné porque sé cuánto está costando sostener el estandarte adventista en algunos de los países representados por esas banderas que pasaban. La secular Europa, algunas islas olvidadas del pacífico, algunos países en constante conflicto de África; solo para nombrar unos pocos. En cada uno de estos lugares, misioneros y locales luchan cada día para hacer avanzar la obra adventista.
Pero si bien había banderas de todos los colores, también había algunas banderas rojas. Y no me estoy refiriendo al color exacto que cada nación eligió para que los represente en su bandera. Hago alusión aquí al concepto que el idioma inglés hace de este término: se utiliza la expresión red flags [banderas rojas] para hacer referencia a las señales de alerta, que precisamente indican un signo al que hay que prestarle atención. Y estas banderas no me trajeron precisamente alegría. Fueron las banderas de aquellos países en donde no tenemos presencia adventista. Esas naciones donde todavía necesitamos plantar la bandera del pronto regreso de Jesús. En muchos casos, se trata de países hostiles al cristianismo; incluso países totalmente aislados donde está casi prohibida la entrada de ciudadanos extranjeros para radicarse allí; como por ejemplo, Corea del Norte.
Estas “banderas rojas” nos hablan de que debemos seguir enviando misioneros, de que debemos seguir ofrendando para las misiones, de que debemos seguir planificando estratégicamente para alcanzar esos territorios. Pero, en mi caso, también me interpeló con la idea de que esa no es responsabilidad de “la iglesia”. Es mi responsabilidad personal. En ese sentido, me pregunté si Dios no me estaría llamando a ir a alguno de estos lugares (u otros donde Dios me necesite).
Y te animo a que, por unos minutos, dialogues con Dios, preguntándote (y preguntándole a él) si Dios no te está llamando a ser misionero en algún territorio todavía no alcanzado, o de colaborar como misionero en distintas áreas donde la obra está queriendo tomar vuelo.
Quizá, dentro de tres años, puedas hacer de abanderado de una de esas “banderas rojas”, que ahora haya cambiado a su color verdadero, porque hayas podido ayudar a abrir obra en alguno de esos lugares. Y cuando digo quizá, digo “es mi oración y deseo”…