Es una historia horrible. Una horrible plaga global, la enfermedad del coronavirus 2019, ha provocado la muerte de millares de personas en el mundo, y producido un nivel de perturbación completamente inimaginable en tiempos de paz.
Frente a los hechos
El COVID-19 podría desaparecer y confundir todas las predicciones de los expertos. Entretanto, las normas de la sociedad libre se rinden a la tiranía del temor. Los líderes elegidos democráticamente emiten órdenes totalitarias que son recibidas con mansa conformidad por las poblaciones en pánico. Los fundamentos sociales, de salud pública, políticos y económicos establecidos se sacuden y tiemblan a escala global. Toda la creación gime en una guerra sin países o individuos neutrales, y sin ganadores: solo hay sobrevivientes. No es que los problemas son nuevos en esta tierra. En efecto, vivimos con tantos problemas que la historia de comienzos totalmente maravillosos, cuando todo era «bueno en gran manera» (Gén. 1:31), nos suena extraña.
Sumamente malo
En ese tiempo «bueno en gran manera», antes de que irrumpiera el conflicto en esta tierra, el Creador y sus hijos solían caminar juntos en el fresco resplandor del atardecer. Pero un día no se hicieron presentes a la cita con él. Qué raro. Acaso si los esperaba, aparecerían entre los arbustos, con un brillo de juventud y amor en sus rostros, exclamando juntos: «¡Aquí estamos!» Pero Dios ya sabía que de nada serviría esperar. No los ocultaba el follaje, sino el temor. Habían arruinado esa amistad. Habían hecho lo que les había pedido que no hicieran, y eso, a pesar de la generosa bondad de su orden: ¡Coman gratuitamente! Excepto de ese árbol específico que les provocará la muerte (véase Gén. 2:16, 17).
Devastados como bien sabía que estaban, Dios quería que supieran que aún anhelaba su compañía. Por eso los llamó diciéndoles: «¿Dónde están?» (Gén. 3:9). Podía verlos. Y ellos podían oírlo toda vez que los llamaba. En oposición a nuestros conceptos acotados de la pérdida del Edén, la tragedia jamás tuvo que ver con la torpeza de elegir mal una fruta. El dolor del Edén se basa en que sus hijos se convencieran de que había algo mejor que sus provisiones buenas en gran manera, en creer que algo que Dios prohibió era «bueno para comer», «agradable a los ojos», «deseable» para alcanzar la sabiduría (Gén. 3:6). Aceptar simplemente ese pensamiento hizo que todo en la tierra se volviera malo, aun antes de la primera lágrima u hoja marchita; antes de la muerte del primer cordero inocente o infante como alimento para apaciguar supuestamente a una deidad. Ese pensamiento dio a Satanás una batalla victoriosa en la guerra que había comenzado en el cielo, antes de que Dios fundara la vida sobre la tierra.
Todo mal
Ahora, en lugar de gozo, Adán sintió temor de encontrarse con Dios. En lugar de correr con Eva para llegar a los brazos del Padre, se ocultó del rostro de amor. Concordar con la serpiente robó a los seres humanos de todo lo que tenía valor: la autoestima y la confianza personal, la dulce armonía matrimonial, el pacto con la naturaleza de que se bendecirían y servirían mutuamente. Pero por sobre todo, la relación con Dios nuestro Padre Creador.
Esos robos fueron los golpes de la batalla de Satanás, dados contra Dios mediante una golpiza a sus hijos. Su mal, concebido y frustrado en el cielo, había avanzado sobre la tierra, que ahora reclamaba como su territorio. Con desvergonzada temeridad ofreció su dominio, el «poder que había usurpado»,1 a Jesús, si él lo adoraba (Mat. 4:8, 9).
Sabía por qué Jesús había venido a la tierra. Era el siguiente avance divino contra él en la guerra que peleaba contra Dios y todo lo bueno. Había escuchado la promesa divina de ayudar a los seres humanos que él, como enemigo, había acorralado como prisioneros de guerra aquí en la tierra. Estaba utilizando múltiples estrategias. Por un lado, «se proponía agotar la tolerancia de Dios, y extinguir su amor por el hombre, a fin de que abandonase al mundo a la jurisdicción satánica»;2 y por el otro, enseñar su propia verdad sobre la salvación. «Mediante el paganismo, Satanás había apartado de Dios a los hombres durante muchos siglos; pero al pervertir la fe de Israel había obtenido su mayor triunfo».3
¿Cómo? Al establecer dentro de la religión de ellos una noción que revela a toda religión falsa, a saber, «el principio de que el hombre puede salvarse por sus obras».4 El concepto de salvación autosuficiente torna redundante a Jesús, y todo lo que minimice a Jesús es un triunfo para Satanás. Desde el día en que los celos infestaron su cerebro, había laborado para mostrar que Jesús no se merece el estatus del que disfruta. Marginarlo contribuía al progreso de sus esfuerzos: al no reconocer nuestra absoluta necesidad de Jesús, él jamás podría salvarnos.
El resultado
¿Funcionarían las estrategias de Satanás? ¿Se daría por vencido Dios con los seres humanos? ¿Invalidarían los seres humanos el ministerio de Cristo? Satanás estuvo cerca de lograr ambos propósitos. En menos de un milenio y medio Dios había admitido que los pensamientos de la humanidad no estaban centrados en él: eran «de continuo al mal» (Gén. 6:5). ¿Había triunfado Satanás? ¿Había llegado a ser la altura del mal humano mayor al amor de Dios?
En otro frente, Jesús «a lo suyo vino, pero los suyos no lo recibieron» (Juan 1:11). ¿Podía el rechazo terminante apartar su corazón de ellos?
No, imposible. Dios amó tanto al mundo que «en vez de destruir al mundo, Dios envió a su Hijo para salvarlo».5
Sería la batalla última del amor contra el mal. Los habitantes de los mundos no caídos observaban, objetivamente y por causa de ellos. Si Satanás ganaba, su seguridad ya no estaría garantizada. Vieron que Jesús era rechazado: ni un lugar para él entre los animales; ni una cueva como las zorras, ni un nido como las aves, ni un lugar donde reposar su exhausta cabeza (Mat. 8:20); ni una corona, sino espinas para el Rey. Inteligencias más allá del clima terrenal miraban cómo los humanos fracasaron y el pecado alcanzó su furioso clímax cuando el Hijo de Dios fue clavado, desnudo, sobre una cruz sin pulir, para ser elevado como vergonzoso espectáculo.
No obstante, aun mientras miraban, atónitos, escucharon un sonido, que erupcionó de las profundidades del infierno y de la fuente inagotable del amor. Fue un clamor que sacudió todo el universo, impulsándolo hacia el equilibrio perfecto mientras arrancaba de cuajo los portales del infierno: «Consumado es» (Juan 19:30). Sí, la lucha milenaria por el señorío de la tierra, el conflicto sobre la regencia del infinito y la batalla por mi corazón, consumada.
Ahora, el reino, el poder y la gloria eterna le pertenecen a Cristo; ahora, «todos los dominios lo servirán y lo obedecerán» (Dan. 7:27). Sí, en una historia que no tiene fin, Jesús reina para siempre como Señor de todo.
Como Bill y Gloria Gaither lo han expresado tantas veces:
Ha vencido, su obra es perfecta,
Ha vencido, ya guerras no habrá,
Ha vencido, el fin del conflicto,
Ha vencido, Jesús es Señor.6
Lael Caesar es editor asociado de Ministerios de Adventist Review.
1 Elena White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Pacific Press Pub. Assn., 1955), p. 103.
2 Ibíd., p. 26.
3 Ibíd.
4 Ibíd.
5 Ibíd., p. 28.
6 www.lyricsfreak.com/b/bill+and+gloria+gaither/it+is+finished_20594567.html